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Esos gritos, los otros gritos.

  • Foto del escritor: Daniel E. Posse
    Daniel E. Posse
  • 16 jun 2020
  • 2 Min. de lectura

En estos tiempos, donde a veces el contexto de encierro nos hace perder la noción de los días y sus fechas. Nos hace sentir que vivimos un tiempo de letargo, lento sinuoso. Un tiempo que no sabemos de ritos y de caminos, pero sí de esperas y de insomnios. De siestas recuperadas, de amores extrañados y adormecidos desde una virtualidad bestial y singular. Nos sentimos huérfanos, y esa orfandad la vivimos desde lugares insólitos y comunes. Esa orfandad la degustamos desde un territorio cotidiano, pero que nos revuelve las entrañas, y se alimenta de una angustia que nutre la desesperación de no tener ninguna certeza. Pero hay un alarido feroz, uno que contenemos, que nos hace arder hasta el sueño. Uno que se vuelve eco, grito y susurro. Uno que comulga con el pesimismo y el miedo. Un alarido que se desboca e invoca en pequeños gestos, en silencios y desgarros. Uno que hace temblar el amor, el desamor, la tolerancia y la rutina impuesta. Y podemos decir que son esos gritos, esos que nos son ajenos, que no registramos como propios, pero que al mismo tiempo nos alimentan. Aparecen tenues, vigorosos. Aparecen elásticos, y al final a pesar de ser ajenos, comulgamos con sus cuerpos y los sentimos parte de nuestra esencia.


La ceguera al inicio se extiende, y no vemos los abismos de quienes amamos, tampoco escuchamos los otros gritos, los que vienen desde el eco de mundos paralelos, que se enlazan con el nuestro, a veces sin que nos demos cuenta. Pero cuando el miedo astilla nuestros dientes y pensamientos, cuando masticamos las ganas, cuando engullimos ese miedo, y sus incertidumbres, los otros gritos avanzan y sus cuerpos se vuelven nuestros de forma nítida, entonces nutren, fusionan sus estentóreos huesos y piel con el todo y esos y los otros se vuelven lo mismo. Ahí deja de existir el antes y el después, pero solo respiramos el momento, igual hacemos el último esfuerzo que parece un final, pero que sigue siendo continuo. Un esfuerzo de resistir y al mismo tiempo de vivir el encierro, como una amalgama de lamentos y consistencias.


Me llama Mónica, una amiga, tiene miedo, grita en susurros, por el celular. Tiene miedo, y el pánico se traduce en pálpitos y fiebre. Yo también tengo miedo. El virus avanza, por las calles de una Ciudad hambrienta y desolada. Avanza invisible, en las miradas, en los gestos. Todo huele a alcohol, a lavandina, como escudos mudos. En los talvez no pase nada, talvez sí, hay un cierto recreo. La incertidumbre se vuelve abundante. Las ganas se desbordan y devoran los relojes y el sueño. Nos dicen que debemos quedarnos en casa, que es la única forma. No dudamos de eso, Dudamos de nosotros y de nuestros márgenes. Dudamos de un génesis, que se ha vuelto permanente y sin embargo habla de apocalipsis.


Por ahora solo tenemos esos gritos, los otros gritos y días fríos, en un otoño que muere, pero que al mismo tiempo se ha vuelto permanente, como los días de la semana, como las horas, como los segundos, como las noches, la lluvia, el sol, las paredes, y las miradas que escapan por las ventanas, tratando de hacer sentir esos gritos hacia la calle.

 
 
 

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©2020 por Daniel E. Posse

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